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Adolfo García es agricultor y preside la Fundación Ingenio, una organización que agrupa a productores y empresas del sector primario del Campo de Cartagena, la comarca que llena las vitrinas de los supermercados españoles y de media Europa de productos frescos a un precio razonable. Con la aprobación en 2020 de la ley del Mar Menor, la «huerta de Europa» está en vías de colapso, acosada por infinidad de regulaciones, la obligatoriedad del abandono de parte del regadío y una consecuencia programada por una ley pactada por el PP murciano y el Gobierno de Pedro Sánchez: el acoso de los fondos internacionales para hacerse a bajo precio con tierras devaluadas para instalar placas solares. La sustitución de huerta por cristales aboca a que haya menos productos frescos y, por tanto, mucho más caros. Los españoles, asegura Adolfo García, ya lo están notando en sus bolsillos.

¿Qué han tenido que hacer los productores desde la puesta en marcha de la ley del Mar Menor? Adaptarse en tiempo récord a la mal llamada Ley de Recuperación del Mar Menor, en la que el 70% de su articulado está dedicado exclusivamente a hiperregular la agricultura, omitiendo regular el saneamiento urbano y la depuración, así como los incumplimientos de las administraciones competentes en su gestión, ayuntamientos y Gobierno regional. Es una ley incompleta que pretende dar solución a un problema multifactorial.

 

¿Cuál es la situación en la zona?

La agricultura está en clara fase de extinción. La regulación que sufre desde hace seis años evidencia una clara intención de desmantelar la «huerta de Europa». No se aborda el problema en su conjunto. Las Administraciones lo han simplificado de manera irresponsable, pero intencionada, buscando un chivo expiatorio: los agricultores. Una vez que estos han sido señalados como responsables únicos del problema, y eso ha calado en la sociedad, los políticos salen de rositas y se libran de la responsabilidad que tienen y no asumen. El caso más claro es la dejación en el mantenimiento de las redes de saneamiento y la falta de redimensionamiento de las estaciones en torno a la laguna. Las tierras se han devaluado desde que empezó todo, y tenemos claro que subyace oculto otro fin: la fotovoltaica. La prueba de la intencionalidad en llevar a cabo un cambio de modelo que cambie fruta y verdura por megavatios la encontramos en el artículo 16 del Decreto Ley 2/2019, de 27 de diciembre, predecesor de la actual Ley 3/2020, el cual ya preveía que el uso de la tierra no se puede destinar a uso agrícola, pero sí a fotovoltaicas, única y exclusivamente, no a ninguna otra energía limpia o uso sostenible. Es una plan para poner alfombra roja a los especuladores a costa de miles de familias.

¿Están contra de la fotovoltaica?

Lo grave es ver cómo cada día tierras de regadío se convierten en huertos solares. Estamos sustituyendo alimentación por energía. ¿Puede haber mayor disparate en un mundo que en 2050 superará los 10.000 millones de habitantes? Nosotros no estamos en contra de las renovables, que, por cierto, no generan un sólo empleo más que cuando se construyen, pero que lo hagan en tierras improductivas, no desmantelando superficies cultivables, que generan alimentos y empleo.

 

¿Está el tejido agrícola en riesgo?

Por supuesto que sí, y se verá en breve. Es una pena que una agricultura como la del Campo de Cartagena, puntera en el mundo por su tecnificación en eficiencia hídrica y que está considerada como

la más competitiva y sostenible, sólo comparable a la de Israel, esté desapareciendo. Y eso tendrá consecuencias en la soberanía alimentaria española. Ojo con esto. La alimentación y el agua son bienes estratégicos que deberíamos proteger tanto o más que la energía o la defensa militar. Tener en nuestro territorio nuestra despensa es una de las mayores riquezas y fortalezas como país. Parece que no hemos aprendido nada de la pandemia ni de Ucrania.

 

¿Es posible cuadrar el círculo fotovoltaica y regadío?

Es perfectamente compatible. Las placas pueden ser un complemento perfecto y utilizar las tierras de secano o improductivas, y dejar las tierras de regadío para la producción agrícola. Las implantación masiva de placas sin producción agrícola puede convertir al Campo de Cartagena en un desierto. Dejará los suelos, ahora protegidos por cubierta vegetal, desnudos, lo que generará un aumento de temperaturas, ya de por sí elevadísimas en estas zonas (35º en verano, que podrían subir hasta 45), lo que supondrá un avance de la desertificación, una de las amenazas del cambio climático.

 

¿Qué impacto tendrá en la soberanía alimentaria el acoso a la agricultura intensiva?

No es muy difícil de imaginar, y para muestra el caos que se produjo por la falta de mascarillas en la pandemia, o la falta de gas o cereales por la guerra de Ucrania. Hace pocas semanas se vieron imágenes en Inglaterra de estanterías con falta de tomate, pepino y pimiento. Si esto no nos hace reflexionar, tenemos un problema, porque la agricultura y los productos que consumimos no se hacen en los supermercados, nacen en el campo. Atacar a la mano que nos da de comer, esto es, el maltrato sistemático al campo, tendrá unas consecuencias.

 

¿Y en el precio de los productos para el consumidor final?

La falta de productos va a provocar la subida de la inflación. La cesta de la compra se va convertir en algo inasumible, ya lo está siendo. No podemos pretender eliminar cultivos y obtener productos en abundancia, todo el año y económicos.

 

¿Puede pasar en España como en Países Bajos donde el sector agrario se ha unido políticamente?

Lo que ha ocurrido en Holanda es fruto de un hartazgo generalizado de la sociedad civil, que ha despertado y se ha dado cuenta de como los lobbys ecologistas han impuesto sus leyes en Europa haciendo inviable la agricultura y la ganadería, y han dicho «basta ya».